Las recientes intervenciones del gobierno de Donald Trump con inmigrantes han vuelto a poner sobre la mesa una realidad dolorosa: miles de seres humanos enfrentan un sistema que, en demasiadas ocasiones, los trata con frialdad e indiferencia. Mas allá de cualquier debate político o legal, lo que está en juego es un principio fundamental: la dignidad humana.
Ningún gobierno puede justificar el abuso de poder ni la criminalización de quienes buscan un mejor futuro. La inmigración ha sido, desde siempre, una expresión de esperanza y resiliencia. Sin embargo, vemos cómo, en vez de abordar esta crisis con sensibilidad y soluciones justas, se multiplican las acciones punitivas que separan familias y profundizan el sufrimiento de los más vulnerables.
Puerto Rico, como pueblo que ha experimentado la migración en carne propia, tiene el deber moral de alzar la voz. No podemos ser indiferentes al dolor de quienes huyen de la violencia, la pobreza extrema y la persecución. Nuestra historia nos obliga a solidarizarnos y a reclamar justicia.
Las acciones del gobierno deben enfocarse en soluciones humanitarias y en garantizar el respeto a los derechos fundamentales. No podemos permitir que el miedo y la intolerancia dicten las políticas públicas. Un trato digno para los inmigrantes no es solo una cuestión de compasión, sino de justicia.
Como sociedad, debemos rechazar el abuso y exigir respuestas basadas en la empatía y el respeto a los derechos humanos. No se trata solo de leyes, sino de principios. No se trata solo de fronteras, sino de humanidad. Y, en esa lucha, siempre estaré del lado de quienes defienden la dignidad, la equidad y la justicia.
