El imaginario del miedo fue un factor político decisivo en las últimas elecciones. Siempre ha estado presente en el discurso político, pero esta vez se volvió omnipresente, alimentado como nunca desde el púlpito conservador de la desesperanza religiosa fundamentalista, y desde los viejos chats que sembraron vergüenza y oprobio en el 2019. Aun así, fue tan melifluo e intoxicante como siempre, veneno que volvió a ser servido en el grial infame de la desesperanza. Este miedo fue, una vez más, aceptado y venerado. Se erigió en obstáculo que frenó la urgencia de cambio, recordándonos que en el contexto colonial, el miedo sigue siendo sagrado. A esos dioses, les seguimos rindiendo culto.
¿Qué hace falta para desterrar este miedo de una vez por todas? La voz iconoclasta de Hostos nos advirtió: “Mataréis al dios del miedo, y entonces, y solamente entonces, seréis verdaderamente libres”. El dios del miedo no ha muerto y sigue siendo un principalísimo actor político en el entorno colonial. La promesa de un buen gobierno y una patria nueva, no fue suficiente para borrar el miedo colonial, para derrumbar ese “baal” de clase media al que nos seguimos aferrando. ¡Es muy profundo el engaño, y muy dura la mentira!
El miedo no se limita al ámbito colonial. Es también un miedo de clase. Nos aterra no alcanzar la existencia que la colonia nos promete: El sueño de ser clase media. La fantasía capitalista estilo Disney no es ser pobres o ricos, sino ser clase media. Pero ¿qué es realmente ser clase media?
Ser clase media es, al fin y al cabo, ser clase trabajadora, alguien que debe vender su fuerza de trabajo, pero cuyos ingresos son superiores al del trabajador promedio. Se trata de una posición de clase que no le permite acumular riqueza ya que no es dueño de los medios de producción. Cuando ahorra, lo hace con dificultad, y cuando se endeuda, lo hace con facilidad. Aun así, se siente partícipe de la abundancia de la sociedad de mercado, aunque esta abundancia sea solo “precariedad disimulada”, simulacro, muchas veces sostenido por la dependencia que aparece discursivamente como dádiva complementaria del Estado, y no como retorno producto de la extracción ya ocurrida —a nosotros y a nuestros antepasados—, durante el proceso mismo de explotación colonial.
Es este engaño, este “reino mágico” de la ilusión colonial, lo que le impide ver que ser clase media es ser un trabajador que vive y sobrevive, como cualquier otro, en el entorno capitalista colonial. Ser clase media es aceptar la historia Disney de las bondades de la sociedad capitalista y de su normatividad, y sobre todo, creer que morimos sin tener los fondos federales, cuando estos son en efecto la devolución —indispensable para evitar la crisis total en la colonia—, de parte de la riqueza que localmente ya extrajo el capital y que el país mismo ya produjo. Los fondos federales no son un regalo.
Es esa la historia que ha venido a ser la “fe” del engaño que define su ser como clase media y como persona. Al hacerse creyente de esta fe, entiende que le rinde culto al dios altísimo, al del centro comercial, al de eBay, que también identifica con “valores cristianos” morales y privativos; que celebra en el culto y en la misa del domingo; que utiliza para legitimar y explicar su existencia, para reproducir el orden vigente y, en última instancia, para ir a votar. Es precisamente en este nudo existencial, donde surge el miedo de clase media más profundo: El miedo a regresar a ser “solo” clase trabajadora.
Y una vez esto ocurre, surge también el miedo a algún final supuestamente “apocalíptico”. Acompaña a esta visión del final de los tiempos, el miedo a no poder “ir a Disney” (incluido el de “los fondos federales”) o el de no disfrutar de la “abundancia” del mercado; el miedo a un socialismo falseado que le robará lo poco que tiene; el miedo a una dictadura antidemocrática imaginada en el estilo latinoamericano e inevitable y, todo eso, combinado en trágica sinfonía con el miedo al posible cuestionamiento de su sagrada heteronormatividad dominante. ¡Horrible escena de terror apocalíptico!
Fueron todos estos miedos, y no la solidaridad y el amor encarnado en una vida social justa, digna y abundante para todos(as), quienes salieron a votar a las elecciones generales recientes. Se presentaron con nombres distintos: “fundamentalismo conservador”, Proyecto Dignidad, PNP y PPD. Y aunque SÍ vimos señales de esperanza, de atrevimientos firmes en las mesas de votación que anunciaban futuros, no dejó de ir a votar a estas elecciones una “clase de miedo” y, a la misma vez, un cierto “miedo de clase”, que caracterizaron el entorno eleccionario. El análisis de estas formas del miedo es indispensable para cualquier estrategia política futura.